No es nueva la incursión de Maduro en el terrorismo de estado, como que ya el año pasado contuvo a sangre y fuego la protesta estudiantil que se suscitó de febrero a junio, con un saldo de 41 muertos, 400 heridos y 1000 prisioneros de los que no pocos fueron torturados y condenados sumariamente.
Sin embargo, una situación en la cual reprimiera por reprimir, y con el simple argumento de que tiene las armas y con las mismas puede perseguir, torturar y matar -sea por capricho o siguiéndole línea a los cuerpos de inteligencia que lo instigan y manipulan-, eso solo lo habíamos visto en los últimos cinco días.
Las imágenes que han recorrido el mundo, donde una pandilla de 50 policías, guardias nacionales y soldados, armados hasta los dientes, con fusiles, ametralladoras y pistolas, irrumpen en las oficinas del Alcalde Metropolitano, Antonio Ledezma, y proceden a detenerlo entre golpes, destrozos y disparos al aire, no es que no se haya ejecutado, y posiblemente con más crueldad en otros tiempos y países, sino que es la primera que se sucede frente a cámaras de televisión que lo transmiten en vivo, directo, y al instante para el mundo.
Exposición sin matices, edición, ni trucaje del poder de la dictadura, del terrorismo de un estado cuyo desequilibrio no se detiene en consideraciones menores, como seguramente tampoco se detiene en las mentes de los criminales de Assad, Putin, Lukashenko, Al Qaeda y el ISI.
Vergüenza para Maduro y sus sicarios, matones y compinches, vergüenza para los hombres y mujeres a nombre de los cuales dice ejecutar sus tropelías y vergüenza también para quienes ingenuamente, hasta hace poco tiempo, lo apoyaron en América y Europa.
Ya, afortunadamente, se le cierra el círculo, y apenas queda constituido en un punto de sangre que gotea y gotea sin parar para la historia del horror, la infamia y la atrocidad.