No fui de los que batió palmas cuando la noche del jueves 10 de abril gobierno y oposición -en cadena de radio y televisión-, anunciaron al país que constituían una “Mesa de Diálogo” para enfrentar la crisis económica, política y social que había irrumpido casi desde comienzos de año.
Y por una razón muy sencilla: se trata de una crisis “sistémica”, de esas que los politólogos diagnostican al percibir que las naciones se derrumban, no por políticas más o política menos, sino por la quiebra del modelo con que se pretende ordenar la “totalidad” de sus funciones.
-En el caso venezolano, -o más específicamente, de Maduro, el PSUV y su gobierno-, hablamos de otra bancarrota de la fantasía que se conoce con el nombre de socialismo y que es consustancial a su inviabilidad, anomia, fracaso y hundimiento.
Me pareció entonces, como ahora, que era imposible que los autores del colapso fueran a admitir su emergencia, y que, tal como sucedió en la URSS de Gorbachev, dieran los pasos para corregirlo, pero cambiando de modelo, de sistema.
Por tanto, el diálogo, si se aceptaba, era para postergar las admisiones y las soluciones, para decirle “SI” a todo cuanto no se deseaba a hacer, y “NO” a lo que ya estaba hecho y era imposible que se dejara de hacer.
Que es lo que sucede en la calle con “la criminalización” por ley de la protesta, y la actuación cada vez más desenfrenada de los cuerpos policiales y de los paramilitares que siguen reprimiendo, torturando y asesinando manifestantes como el primer día.
Horror que podría atribuirse al olvido de las partes de que, en una situación de guerra civil de baja intensidad, se fue a una “Mesa de Diálogo” sin una declaratoria de “cese al fuego”, pero también al detalle de una (el gobierno) sabía lo que estaba pasando, y la otra (la oposición) no.