La celebración del Domingo de Ramos, inicio de la Semana Santa, se transformó en un infierno para la minoría cristiana copta de Egipto, la mayor comunidad árabe cristiana del Medio Oriente y una de las más antiguas. Los creyentes se congregaron para conmemorar la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando fue recibido por una multitud con hojas de palma. Pero más que una especial solemnidad en la liturgia, hallaron ese día terror, violencia sectaria y muerte.
Un doble atentado suicida, prontamente reivindicado por el Estado Islámico, dio pie a una sangrienta masacre en dos iglesias en las localidades de Tanta y Alejandría. En la segunda, el objetivo fue la icónica Catedral de San Marcos, sede histórica del patriarca de la Iglesia copta ortodoxa. Al menos 44 personas fallecieron y más de un centenar resultaron heridas por profesar abiertamente su fe, mártires de la salvaje persecución de cristianos en países de mayoría musulmana.
El año pasado fueron asesinados aproximadamente 90,000 cristianos a consecuencia de sus creencias, uno cada seis minutos, aduce el conteo del Centro para el Estudio del Cristianismo Mundial. Fuera del mundo árabe, la persecución crece a pasos de gigante en India y el sureste asiático, según la organización Puertas Abiertas, la cual ha concluido que, en total, 215 millones de personas en el planeta sufren niveles de persecución “altos, muy altos o extremos” por pertenecer al rebaño de Jesús de Nazaret.
Estos hechos abominables hacen del cristianismo la confesión religiosa más hostigada de la actualidad. También es la religión con mayor feligresía en el mundo. En palabras recientes del Papa Francisco, los cristianos son “quemados vivos, ahorcados, degollados y decapitados por espadas bárbaras ante el silencio del mundo”. El Pontífice tiene programado un viaje apostólico a Egipto para los días 28 y 29 de este mes.
90,000 cristianos fueron asesinados el año pasado a consecuencia de sus creencias, uno cada seis minutos, según el Centro para el Estudio del Cristianismo Mundial
Las minorías cristianas –coptos en Egipto; asirios y caldeos en Irak; melquitas y siriacos en Siria; maronitas y armenios en Líbano– afrontan una serie continuada de desdichas, miserias e injusticias. Son blanco de ataques y discriminación, pues en términos de libertades, igualdad y derechos son relegados al estatus de ciudadanos de segunda clase en sus lugares de origen. Estas adversas circunstancias se han acentuado por las agravadas situaciones de conflicto e inestabilidad en Oriente Medio, la cuna del cristianismo.
Desesperados, sin hogar ni patria, y con parco auxilio de la comunidad internacional, huyen en masa de la violencia y la guerra, aterrados por las lóbregas imágenes y videos de torturas y crucifixiones transmitidos por los extremistas musulmanes. Los milicianos del Estado Islámico marcan sus casas y propiedades con la “n”, en el alfabeto árabe de “nazareno”, a fin de estigmatizarlos, una práctica que recuerda la execrable actuación nazi respecto a la comunidad judía utilizando la Estrella de David sobre fondo amarillo.
Las hordas fundamentalistas han reducido a escombros parte del patrimonio de la herencia cultural cristiana como el Monasterio San Elías en Irak, al igual que monumentos antiquísimos en ciudades de referencia bíblica como Nínive. Miles de libros sagrados y manuscritos centenarios también han desaparecido; las bibliotecas han sido saqueadas y las obras de arte vendidas en el mercado negro.
Excepto en ámbitos restringidos, la opinión pública, los organismos multilaterales y los medios de comunicación no conceden suficiente atención a este drama humano. El mundo no debe abandonar a las comunidades cristianas en peligro. Por desgracia, no solo en Semana Santa viven el calvario de la vía dolorosa.