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Admito que, a pesar del pálpito y la información que me llegaba, caí en la trampa de creer que Maduro hablaba en serio cuando anunció el “sacudón” y que imprimiría, al menos, un mínimo cambio de rumbo a la política económica del país. Pero era que, me parecía imposible que alguien que estuviera viendo la crisis que en este momento sacude los cimientos de la República, y tuviera la facultad de aliviar la suerte de los que sufren por el desabastecimiento, la escasez de medicinas, y los cientos de asesinatos que día a día genera la inseguridad, pudiera salir con un: “Vamos chicos, no sean tan llorones, las cosas están muy bien y lo que queda es perfeccionar el desastre que tenemos”.
Horror que desató una estupefacción que aun dura y un silencio, un silencio que no se por qué se me ocurre un presagio de una catástrofe mayor que no me atrevo a imaginar.
Pero por ahí marcha el jefecillo loco y su ejército de alucinados, los fantasmas de otro siglo que asaltaron el poder en Venezuela para gritarle y demostrarle que no tienen otra vocación que insistir en el fracaso y ahondarlo hasta que los hunda a ellos mismos.
Implosión llaman eso, el morbo que acabó con la Unión Soviética, la China Comunista, los países de Europa del Este y que, si no se ha llevado a los hermosa Castro, es porque la gerentocracia la enfrenta con alguna inmunidad.
Pero Maduro ya la padece, sufre el síntoma hasta extremos de la locura y, sin que sea imposible evitarlo, ya se contagia a los hombres con quien desgobierna.
Lo vimos la noche del martes, donde hubo hasta ministros que lo aplaudieron aunque –justo es decirlo- la mayoría de quienes intentaron oírlo, dormía a pierna tendida.
Vía la que abrió Maduro esa noche…hacia el abismo.