No porque los dueños de “El Universal” despidieron ayer a Rayma, el país va a dejar de leerla, comentarla, celebrarla, describir su última viñeta con palabras, gestos, señas y contraseñas, y, sin que sea factible para gobiernos, autócratas y dictadores, quitárnosla como ese hábito que por años nos creamos de no pasar el día sin ella. Compañía grata, saludable, imperdible como que nos enseñaba que los días oscuros podían alumbrarse con esos rayos de humor que saltaban de sus manos y de su ingenio.
Y si nos arrimábamos al primer cuerpo –ahora seco y en trance de fracturarse- del periódico, era porque, además, de otras informaciones (Elides, Roberto, Olivares, Salmerón, Peñaloza, Méndez, Mayela, y tantos otros y otras), estaban siempre los trazos de Rayma que nos ayudaban a comprender y escanciar el día.
Ahora “El Universal” y Rayma ya no están; obra -no por azar- de ágrafos, como son todos los dictadores y sus secuaces, construidos a mandarriazos para el elemental esfuerzo de emitir vocablos, porque, eso de leer y escribir, no entra en sus apuros.
Por eso, no hay dictadura sin censura. Aun más, los términos son equivalentes y ya sabemos que tras el acoso a la libertad de expresión, van siempre los que después emplazan los paredones.
En otras palabras: que lo de Rayma ayer ya lo hemos vivido en Venezuela, cuando los dictadores Gómez y Pérez Jiménez decretaron el fin de las caricaturas y los caricaturistas.
Pero al final, para terminar acribillados por ellos, porque cualquier cosa podrán hacer los Maduro, los Cabello, los Ramírez, los Abreu…menos borrar cómo fueron desenmascarados, denunciados, satirizados, y reducidos a la nada, cuando pasaron por las manos de Rayma Suprani.
Con el resabio apenas de mover el dedo para ordenar quitarle el lápiz o el mouse que es también su trabajo, pero sin apagarle la pasión con la cual trazó algunos de los mejores dibujos del periodismo venezolano.