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Es explicable la rabia -y hasta la ira-que expresan muchos españoles porque una de las provincias más preciadas de su territorio, Cataluña, decidió el domingo en una consulta electoral que no quiere seguir siendo hija de la “Madre Patria”. Es cierto que en el evento no participó el 30 por ciento del patrón electoral, que se realizó con toda clase de ilegalidades y que, por tanto, no obliga al Estado español a concederle ninguna validez al resultado, pero como el tercio de cualquier comunidad no son conchas de ajo, el acto está provocando más reacciones de las que en realidad merece.
as más copiosas son las políticas, en las que abundan, desde las que plantean algún tipo de sanción a los rebeldes, hasta los que desean una suerte de intervención a la Generalitat, pasando por los que, sencillamente, recomiendan “no pararle”.
Creo que las tres están equivocadas, y lejos de evitar una separación más honda, la profundizarían y extenderían.
Por el contrario, comparto la tesis de los que, en el gobierno central y Cataluña, son partidarios del inicio de conversaciones para analizar las causas del disenso y las formas de solucionarlo.
Salvando la unidad de España, por supuesto, aunque sea a costa de “más autonomía” para una provincia con sobradas razones para sentirse personalísima dentro de la diversidad.
Que es, por cierto, una de las características fundamentales de la democracia, que, como ningún otro sistema político, defiende la unidad como un bien fundamental, pero sin que la misma implique que el que es diferente no pueda continuar siéndolo.
Por eso, una España democrática no puede rechazar pronunciamientos como el catalán, sino más bien favorecerlos, para que haya una España más unida y fuerte dentro el consenso de las distintas razas, culturas e historias que la integran.
¡Y olé!